Hay experiencias que marcan la vida, y determinan significativamente nuestra manera de ver el mundo desde que somos niños.
Una de ellas fue para mí estar perdidos en el llano colombiano, en medio de la noche, sin señales ni medio de comunicación que nos permitiera ubicarnos; solamente contábamos con las estrellas en el cielo y la sabiduría de mi papá, en una época en la cual el «GPS» era la capacidad de observar las señales del campo y las constelaciones.
Salíamos a pasear al atardecer en medio de esas bellas praderas, y era una fortuna encontrarse con animales como venados, armadillos, osos hormigueros o zorros que nos llevaban a abandonar el camino principal marcado por las huellas de los carros en la hierba y lanzarnos a campo traviesa en busca de la aventura. Éramos exploradores, y yo disfrutaba enormemente esa increíble sensación del viento sobre la cara, las pequeñas briznas de hierba que las llantas hacían saltar sobre nosotros, y la emoción de las aventuras que vivíamos.
Recuerdo vívidamente las palabras de mi papá cuando anochecía y nos dábamos cuenta que estábamos un poco perdidos, lejos del camino principal: “Miren al cielo, ¿dónde está Orión?”
Una de nuestras pasiones en las noches sin luz eléctrica, era localizar las estrellas y aprender los nombres de las constelaciones con un mapa del Planetario que enseñaba a ubicarse en el cielo. La primera que nos enseñó a identificar mi papá fue la constelación de Orión, cuatro grandes estrellas muy visibles y fáciles de reconocer, que en la mitad tienen tres más pequeñas a una distancia simétrica, “las tres marías” como se conocen popularmente, y que forman la flecha que marca el norte.

La Constelación de Orión, representa a un cazador de la mitología griega mencionado en famosos libros como la Ilíada y la Odisea, y está situada en el ecuador celeste, lo que hace que sea visible desde cualquier lugar del mundo.
Esta flecha siempre nos mostró el camino a casa, aprendizaje que sumado a la valentía de mi papá y su capacidad de observación, hacen parte del legado de enseñanzas que recibimos sus hijos de él.
En el camino de la vida, son muchos los momentos en los cuales nos sentimos perdidos, porque nos distraemos y nos alejamos del camino principal, ese que nos lleva a “casa”, pero no al lugar físico, sino al hogar del alma, donde somos capaces de aprovechar todos nuestros talentos y cumplir nuestros sueños.
En varios momentos en que me he sentido perdida, me he preguntado, ¿dónde está mi norte? A veces creemos que vamos por el camino correcto, nos sentimos muy orgullosos, y de repente llega un viento huracanado que nos pone “patas arriba”, nos desbarata el camino y nos obliga a sentarnos un momento para calibrar nuestra “brújula interna” y así volver a caminar hacia donde necesitamos ir.
Las crisis pueden vivirse como una catástrofe y llevarnos a la postura de víctima (“por qué a mí”), o pueden verse como esa posibilidad de retomar el camino perdido y avanzar de verdad no sólo desde el mundo exterior que es ilusorio y nos lleva por senderos que pueden terminar en abismos depresivos, sino desde el interior, ese lugar donde construimos para la eternidad y cuya memoria permanece más allá de lo que llamamos la vida.
Muchas veces me he sentido en etapas “burbuja” de la vida, en las cuales siento, respiro y me muevo en un mundo limitado por una fina película invisible, que exploro paso a paso hasta que llega el momento en que camino en círculos descubriendo que ya todo es conocido y que el aire poco a poco se agota a medida que pasa el tiempo.
A veces esa burbuja está habitada también por otras personas, convencidas a su vez que no existe nada más allá de la frontera, y que aventurarse a romperla para avanzar es muy peligroso. Incluso pueden creer que las personas que habitan otras burbujas son enemigos e inventarse toda suerte de artilugios para defenderse en caso de que la burbuja se rompa.
Como en la historia de mi infancia, la solución que yo encontré fue parar un momento, observar el cielo interior, meditar, trabajar en mi GPS, encontrar el norte, y de repente la burbuja desaparece para abrir miles de posibilidades de caminos hacia adelante, todos ellos dispuestos por la consciencia para el aprendizaje.
En otro lenguaje aportado por la Psicología Sistémica, pasamos nuestra gestación en el vientre donde crecemos, nos desarrollamos, nos fortalecemos para salir al mundo a vivir experiencias que nos ayuden a evolucionar en muchos niveles, y esa salida al mundo significa también dejar el espacio seguro de nuestra madre para movernos por el mundo lleno de aventuras de nuestro padre. Aunque parezca curioso, este ciclo se repite en nuestra vida de muchas maneras, en muchas “etapas burbuja” donde enfrentamos retos hasta que la lección implica romper el velo y avanzar.
El padre, el arquetipo de lo superior, aspecto que está marcado más por la espiritualidad que por lo terrenal, siempre será una guía que nos oriente y nos dé la valentía para movernos y al final, regresar a casa.
El verdadero GPS, está en el corazón, y funciona infaliblemente cuando en él damos lugar por igual a Papá y a Mamá, como representantes de todo un sistema de personas cuyas experiencias, emociones y asuntos no resueltos, forman parte de nuestra propia “Constelación familiar”.
Yo tengo en mi «cielo interior» estrellas dobles, gigantes rojas, agujeros negros, púlsares, enanas blancas y una buena cantidad de nebulosas (entre otras particularidades), toda una suerte de «estrellas» representadas por mis antepasados con sus historias conocidas y desconocidas, y todos los días sigo explorando mi universo para descubrir nuevas formas de romper velos y encontrar caminos que me lleven a la libertad.
Conmigo, muy cerquita, mi papá y mi mamá.
Sus voces matizadas por el tiempo, son la energía que mueve mi corazón.
Marcela Salazar